Por Ricardo Pérez-Accino Picatoste |
Nadie que no lo haya experimentado en su carne, o que lo haya visto aparecer en su casa, será fácil que entienda en su verdadera dimensión de lo que aquí se habla. Se va a tratar de un mal de nuestro tiempo, de una forma de maldad. La maldad es una de esas palabras que nos da reparo pronunciar, nos hace sentirnos infantiles, simples e inocentes: incómodos. Y sin embargo simples, tiernos e infantiles son aquellos que no la identifican como algo vivo entre nosotros, como parte de nuestro entorno y de nuestra sociedad… de nuestra mente… está ahí y seguirá estando: aunque miremos a otro lado, ella nos vigilará de lejos o de cerca pero nos contemplará y acechará esperando un descuido, un flanco desprotegido, una oportunidad para manifestar todo su potencial destructor.
Una de sus caras es el acoso moral, el mobbing, la caza del hombre. Un circo romano sin panteras ni gladiadores, con una sola víctima que se renueva día a día y en el que la modernidad ha hecho que los espectadores sean ahora cómplices unos, otros contempladores, cobardes invitados, también amigos paralizados y, el que nunca falta, el acosador, minotauro insaciable de nuestros días.
Pocos acontecimientos vitales pueden ser más terribles y pavorosos como ser objeto de acoso moral sistemático durante un tiempo prolongado, de ser víctima de una calculada acción de destrucción diseñada de forma fría y ejecutada con todo el potencial que la mente humada pueda desarrollar. La necesidad de desatar esta violencia por parte de quien la lleva a cabo es insoslayable, necesita ejecutar su plan para seguir viviendo: el vampiro se nutre del fluido vital de sus víctimas, sin la sangre de ellas muere y desaparece, es vampiro en tanto que existe en los demás sangre que le da identidad y definición de lo que él es: chupador de sangre.
A plena luz se desarrolla el acoso moral y a plena luz se asesina, poco importará ya si acaba con la víctima por suicidio o por haberla convertido en un zombi, en todo caso habrá conseguido sus fines eliminar la excelencia que pudiera transmitir su victima, “ofensivamente”, a los ojos de su acosador perverso.
Una de las facetas más diabólicas del proceso de acoso moral es que se realiza a la luz del día, ante todo tipo de testigos sin que nadie parezca darse cuenta de lo que está pasando, sin que nadie acuse estar presenciando que una persona está siendo sacrificada, desaparecida de su entorno. Nadie parece darse cuenta del proceso, ni aun la víctima misma es consciente de su propia destrucción. Es una gran paradoja. Toda la información está ahí, al alcance de cualquiera que quiera visionarla, estudiarla y sin embargo los que participan en el proceso unas veces se incorporan a él, activamente participan en la aniquilación del chivo expiatorio que otorgará al grupo protección y garantías de subsistencia y otras sin embargo simplemente observarán, haciéndose testigos mudos de una tortura injustificada, de un espectáculo sádico, que debería resultar repugnante y que sin embargo llega a ser morbosamente atractivo para el grupo.
Y es que la información sin la comprensión humana es como una respuesta sin pregunta, carece de significado.[1] No nos enteramos de lo que pasa porque no nos preguntamos siquiera si es que está pasando algo. Si no nos preguntamos como se llama y a qué responde aquello que nuestros sentidos nos ofrecen a la vista, no lo encajaremos en nuestra clasificación de cosas ocurribles, de conceptos conocidos, de lo que puede suceder: sencillamente no tiene existencia lógica. Si además quienes podrían avisarnos tienen debilitado su código ético, o simplemente suspendido en algunos terrenos porque no se pueden –no podemos- permitir estas debilidades en un mundo en el que sobre todo hay que conseguir cosas, dinero, posición, poder…, tendremos el escenario de una tragedia cotidiana, previsible, fatal.
En cuanto a la víctima, desde los primeros momentos no puede percatarse de lo que pasa a su alrededor, lo primero que hará su verdugo es desorientarle, privarle de brújula y gobierno. Una vez conseguida la privación de sus sentidos de orientación y de su instinto de supervivencia, iniciará sus ataques sistemáticos. No parará nunca, la necesidad de exterminio en su devorador es absoluta, no solo debe desaparecer de su vista el acosado, no es suficiente: debe dejar de existir. Para ello ha desarrollado el más temible de los sistemas de ataque y aniquilación, el de volver las armas de su enemigo contra él. Una vez que su víctima ha perdido la autoestima la batalla está virtualmente ganada, la mente, que busca demasiado ávidamente la lógica de los acontecimientos hace el resto, al no encontrar razones para esta situación, la víctima se culpabiliza y le hace el trabajo sucio a su verdugo al acosador perverso y narcisista que ya solo tiene que sentarse a disfrutar del espectáculo.
Pocas afirmaciones describen mejor este fenómeno como la del profesor Leymann: En las sociedades de nuestro mundo occidental altamente industrializado, el lugar de trabajo constituye el último campo de batalla en el que una persona puede matar a otra sin ningún riesgo de llegar a ser procesada ante un tribunal.
No es sensacionalismo que los estudiosos de este tremendo fenómeno describan como psicoterror o asesinato psíquico lo que comete un acosador, ni el calificativo perverso está fuera de contexto: La perversidad no proviene de un trastorno psiquiátrico, sino de una fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás como seres humanos. [2]
También nos resulta chocante que se atribuya como motivación de las acciones de acoso la pura y simple envidia. Para las mentes razonablemente sanas la envidia nunca puede constituir móvil para un asesinato, ni psíquico de ninguna otra naturaleza, a lo más para una actitud vil que reconcome a quien la siente y que sencillamente parece que no afecta al envidiado: solo la padece quien la genera. ¡Craso error!, la maldad existe encarnada en personas; las personas perversas además pueden ser envidiosas; un acosador perverso que sienta envidia necesitará ir devorando uno tras otro a todo aquel que le suscite ese malestar, no será una venganza, será un puro acto de depredación, lo que hace el vampiro para pervivir: chupar sangre, solo alimentarse.
El problema del mobbing es el problema de la falta de ética, de la carencia de moral. El acoso psicológico existe porque existen personas para las que vale todo con tal de seguir subiendo por su escalera que no les llevará nunca a parte alguna; a lo más a dejar tras de sí un reguero de cadáveres laborales. Podrán, eso sí, contemplar cómo los demás viven más abajo donde se hace necesario apoyarse unos a otros para pasar las noches frías, que así se hacen llevaderas, y lo harán desde su inmensa y triste soledad, desde el desolador conocimiento de su propia mediocridad, desde la lacerante necesidad de destruir todo lo ofensivo a sus grises ojos vulgares.
El problema del acoso moral en la administración es el problema de la aceptación de la burocracia como fin en sí misma, del imperio del sistema de cambiar los papeles de mesa como medio de eludir las responsabilidades profesionales, como mejor forma de garantizar la estabilidad de una retribución que está ya garantizada. Es el problema de la cobardía, de la indiferencia, de la contemplación dolosa y hasta gozosa a veces, del daño ajeno, de la complicidad y también del sádico disfrute de un sacrificio que equivocadamente se cree útil, eficaz para la comodidad, para la seguridad de un grupo ante el depredador.
Pero también es la oportunidad de revisión al alza de conceptos aparentemente fijos como la amistad, la soledad, lo necesario y lo superfluo, el amor, el crecimiento…
Es, para los supervivientes, un profundo estudio sobre lo desconocido, sobre uno mismo. Una oportunidad única para crecer por donde deben crecer los hombres: por dentro. Por aquellos recónditos lugares donde sólo la propia mirada de uno puede llegar; por los vericuetos de la propia aceptación y de la seguridad verdadera, esa que nace en la persona y que carece de vocación de ser transmitida ni comunicada, que solo aspira a ser apreciada por aquel en que florece. Es una sima profunda en un mundo plano donde uno puede quedar sepultado por el desconocimiento de los otros y por la peor y más pesadas de las losas mortuorias: su propia incomprensión.
Es también el descubrimiento de que el mal es de carne y hueso y de que no se quedó en aquellos crueles cuentos que de pequeño creíamos innecesarios. Es la confirmación de eso que nunca hemos querido acabar de entender por más que nos lo han dicho: que hay personas malas, que hay quien careciendo de ningún motivo contra ti, te ataca, vuelve tus debilidades contra tus propios muros y hace que los socaves tu mismo al ritmo que te fija. El descubrimiento de que hay quien es capaz de aniquilarte sin perder la sonrisa; esa sonrisa que no es tal, porque no es reflejo de nada en el interior y sí un maquillaje con el que ir por la vida de paso, sin anidar en ningún rincón templado y acogedor de esos que hay en todas las esquinas.
La historia del acoso moral es el relato de que nadie podría haberte hecho eso a ti, víctima, sin tu colaboración, de que nadie podría haberte hecho eso sin que te hubieras abandonado un poco a ti mismo, de que has debido de ser menos compañero de ti que de los demás; que en ti también son exigibles y necesarios todos aquellos derechos y principios que merecen los otros.
Es la historia de un actor y de una víctima. Es la confirmación de que Superman no viste de azul y rojo y que a veces llora y de que sus lágrimas también saben a sal y que su apellido, que lo tiene, puede ser el tuyo; pero que existe y que hace cosas más difíciles que las del comic: se levanta a las siete y lleva a los niños al colegio, consigue, un día más, llegar a la oficina y resistir hasta mañana… , y volver a empezar. Y que todo eso lo ha podido hacer cuando le habían robado el espíritu, eso que hace que la gente salga de su caliente cama hacia la helada y a la guerra diaria con ánimo, con moral. Que la “h” de héroe se escribe con minúscula, con una de esas letras familiares de la sopa de toda la vida.
Es también la historia que nos cuenta que, incluso cuando no nos vaya la vida ni la muerte en ello, a aquellos capaces de dañar hay que apartarlos de donde puedan desarrollar sus faltas a la humanidad, sus ataques injustificados y que aunque ni nuestra vida ni condición dependan de ellos, no debemos dejarlos seguir atentando contra la inocencia. Porque pasar página nunca es olvidar, sino superar y porque un poco de nosotros está en cada víctima del fúnebre reguero que puede dejar en su camino un acosador, y si podemos debemos eliminarlo con la serena acción del que mata una tarántula de la cabecera de la cuna de un bebé. Si podemos, si supiéramos hacerlo, la meteremos en una urna para estudiarla, es bueno poder saber del cómo y por qué de estas cosas, quizá haya quien las pueda sanar. Pero si no está garantizada la supervivencia de los que están en su radio de acción se debe eliminar con astucia, precaución y mucho valor. Todo lo que merece la pena en la vida empieza con algo de valor…, ¡no saben lo que se pierden los cobardes!.
No hay que confundir esto con correr riesgo, no merece la pena ningún riesgo más, el tiempo dará las oportunidades que hagan falta, si no podemos nosotros otros lo harán después. Lo importante es saberlo y advertir a quien pueda caer en la telaraña. Una vez superado, cuando ya el antídoto de la seguridad ha hecho su efecto sobre su picadura, puede llegar a ser hasta entretenido, incluso divertido si se ha llegado más allá, poder estudiar a la fiera, fuera ya de su alcance, observar sus reacciones de ataque a nuestros señuelos. Si lo hacemos de buena fe y en el momento oportuno, sin ánimo de dañar sino solo de destapar su disfraz podrá ser hasta divertido, pero solo si se hace con espíritu deportivo y noble, como un arte marcial, tendremos el reconocimiento del entorno y el más exigente: el nuestro. Así estaremos legitimados para interpretar, para engañar, para generar ataques de envidia, de rabia, de impotencia, pues en eso se convertirán ya sus reacciones cuando las hagamos previsibles y podamos controlar su alcance, solo al final de todo este proceso. No podemos caer en la venganza o ese yelmo mágico que nos cubre desaparecerá y todos podrán ver nuestra vergonzosa desnudez, exenta de fortaleza justiciera.
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[1] Archibald McLeish
[2] El Acoso Moral. Marie-France Hirigoyen