Quizá comienza con un chiste, aparentemente inofensivo, que hacen mácula en tu identidad. Quizá continúa con el pedido de una empatía extraña. Tal vez se trate de celos intensos, a veces compartidos, vulnerando la intimidad. Tal vez descuidos, aquellos que implican satisfacer al otro en tareas que implican riesgos. La reproducción de viejos mandátos donde el hombre debe ser atendido. Las distancia de seres amados y aislamientos demandados, que aceptás. Manipulaciones que advertís y sin embargo, dejás que invadan el centro de la fragilidad. Crece la violencia psicológica y se iguala a la violencia física. Tu cuello invadido por manos feroces, las paredes que reciben tu cuerpo desde un empujón, tus brazos amarrados en la fuerza. Y tus respuestas desde el encierro en un círculo violento. Las amenazas de muerte, de venganza. Pero el amor, el deseo de un hogar y una familia. Enredada en un red de sumisión, silencio, miedo. Ciega o negada a lo obvio. El autoestima en abismo. Las culpas asumidas siempre, aquellas que impiden que el otro se haga cargo de lo propio. La dependencia emocional hacia un compañero que descubrió dónde apuntar. Hasta el portal que te abre a la consciencia, al amor propio. Al coraje de abandonar la tempestad, el mismo que acompaña en la búsqueda de la justicia humana. Sostenida en amor de aquellos que amás y te aman, con sinceridad y transparencia. Respeto. Finalmente, la mayor apuesta en la peregrinación del autoconocimiento: reconocer lo ajeno y bucear en lo interior: darte cuenta qué aspectos de vos eligieron un vínculo cuyo cimiento ha sido el desprecio hacia la vida. Mujer, hombre, niña, niño, el Ojo de la Providencia lo ha visto todo. Aún con temor, seguí adelante, las llagas -como desgarraron a Job- serán cauterizadas por el Fuego. El Fuego sagrado que habita en cada ser, de cada Reino. Para purificar, alumbrar y dar calor.

María José López Tavani