Da la sensación de que el concepto de estrés se ha ido manipulando; y precisamente al mismo tiempo en que se extendía su estudio. Cuando el vocablo era de uso normal por los primeros analistas de conflictos en el entorno laboral, exponiendo los riesgos para la salud, esencialmente mental, debido a determinados comportamientos en las secuencias de las tareas, en el diseño de éstas, en su organización y en la relación entre los actores (como trabajadores, empleados, directivos, ejecutivos, etc.), nacen otros observadores que intentan dar un vuelco al sentido de los elementos estresores y a las distintas situaciones del estrés, obviando al efecto ciertas circunstancias.

Autores como Spitz (1958), Sillamy (1974) o Hillman (2001), investigadores considerados dentro del entorno clásico, nos definen una situación estresante cuando el sujeto se encuentra ante una tensión determinada, en la cual el cuerpo y la mente sufren un exceso de presión (una cantidad y una calidad concreta de presión), es decir, cuando el organismo se desestructura y entra en un claro riesgo de incidir y afectar al sistema homeostático. La homeostática es la tendencia que tiene un cuerpo a mantener unas determinadas constantes bio-psíquicas, al solo efecto de poder existir. Estas constantes, evidentemente, siempre se encuentran alteradas por el medio ambiente, entendiéndose este concepto tanto desde su aspecto natural, o sea, físico, químico y biológico, como también desde su apariencia convencional, es decir, en cuanto a la conformación social. Para entenderlo mejor, si en ecología hablamos de ecosistema y de sus dos componentes esenciales, el biotipo y el biotopo, en un socio-sistema hablaremos del socio-tipo y del socio-topo, siendo que el segundo es una creación propia del ser humano implantada sobre el natural bio-topo. Por tanto, el animal humano vive en un ecosistema al que ha transformado para crear sobre él su propia forma de vida. A partir de la creación del socio-sistema, el individuo se aleja de la naturaleza y crea sus propias estructuras e ideas. A partir de ahí, el humano tiende a aprovecharse de la natura, de explotarla, de dominarla y controlarla.

En consecuencia, tenemos que el proceso homeostático será el que regulará la presión que viene desde el exterior, ahora no ya sólo por las inclemencias naturales, sino también por las sociales. Naturalmente, podremos encontrarnos con determinados defectos endógenos de carácter innato, siendo que éstos podrán existir de forma latente o patente.

La regulación homeostática se ordena con dos principios fundamentales: el primero será buscar los recursos internos (las capacidades internas autónomas); el segundo consistirá en encontrar recursos externos, o sea, hablaremos de la necesidad de un proceso cognitivo: conocer, aprender e imaginar, entre otros requisitos, siendo que la imaginación necesitará normalmente de los primeros, es decir, de un control por parte del conocimiento, de ideas estructuradas y conceptos definidos. Esta primera estrategia, la búsqueda de recursos, lleva consigo, como primera decisión, conseguir definir la situación y las circunstancias que la envuelven. Y este intento de definición, precisamente, suele resultar muy compleja: por ejemplo, uno puede encontrarse en su soledad sin encontrar posibilidades de conseguir técnicas o tácticas de afrontamiento; también puede pasar que, incluso no estando el individuo aislado, sus posibles compañías, como familiares y amistades, no puedan servirle de apoyo al estar éstas afectadas por la situación y, o, desprovistas de capacidades para entender el trance; es aquí cuando se produce, además, el efecto dañino de la contratransferencia. Este efecto, surge cuando las personas afectadas transmiten a otras sus sentimientos y emociones, siendo que las receptoras no pueden asumir las transferencias de angustias de los emisores. En esta circunstancia, las receptoras se encuentran abrumadas y producen una “contra transferencia”, dirigiendo su pesar al afectado, de tal manera que, lo que debería ser una terapia para éste, se convierte en un caos y en un incremento de ansiedad. En estos casos, es evidente, los sujetos perjudicados deben acudir a profesionales para que les orienten y establezcan su sistema de referencias (ejercicio físico, meditación, lectura especializada, medicina, psicología, defensa jurídica, formación, etc.), cuestión ésta que puede resultar costosa (económica y emocionalmente); y compleja, en cuanto a conciliar las orientaciones de cada profesional, que algunas veces podrán entrar en colisión. Es decir, puede darse el caso de que un especialista aconseje determinadas acciones, mientras otro experto puede demandar una acción contradictoria con la primera; por ejemplo: la defensa jurídica necesita de unos instrumentos y evidencias que pueden chocar con las orientaciones en el ámbito de la salud, ya que, para entrar en un proceso judicial, el demandante debe estar en plenas facultades, especialmente psicológicas, por la dureza y estrés que supondrá el pleito. Mientras que lo saludable sería entrar en un proceso de relajación y descanso. La concentración de las dos experiencias de defensa puede, por tanto, anularse entre ellas.

Así pues, cuando este vector de presión ha dañado el equilibrio, cuando no existe homeostasis para regular los distintos niveles necesarios, para neutralizar, para compensar, para igualar la disposición bioquímica, el agotamiento aflora y la persona se encuentra en una situación de incapacidad, en una depresión orgánica; pero, también, y esto es el gran agravante, en una depresión mental.

Ahora bien, como ya se ha dicho al principio, algunos autores procuran unas matizaciones sobre la definición antes planteada. Existe una infinidad de definiciones gráficas. Se suele toma la gráfica de Selye (1960) deformando y añadiendo variables, siempre en función de favorecer el proceso del estrés, la experiencia estresante, intentando argumentar la necesidad de un estrés para asumir las experiencias. A partir de aquí, se establecieron en su día nuevas variables para desmenuzar el concepto selyeiano del estrés. Así, empezó una nueva escuela, generalmente anglosajona, que admitía al estrés como un elemento favorable a la actividad humana. Pero para no olvidarse de Selye, en aras a obtener el sostén intelectual de una autoridad científica, se indicaba que existían dos extremos en la teoría que el autor no había concretado y necesitaban desarrollarse. Uno de los extremos, emergía cuando se abusaba del propio estrés asumible, y se llegaba en consecuencia al agotamiento de las energías, lo que podía producir, dependiendo de la constitución de cada sujeto, una afección orgánica, entendiendo que en ella también se incluía la psique. La otra posibilidad límite era cuando la persona estaba en un decaimiento total, por debajo de su capacidad de estrés, lo cual podía darse por afecciones particulares, bien innatas o bien adquiridas, pero fuera de la normalidad estadística de la mayoría de individuos; y, por supuesto, cabía la interpretación, especialmente en el trabajo y en la enseñanza, de que el sujeto que presentara esta conducta fuera del todo indolente y gratuitamente negligente, sin querer participar en trabajo alguno o participando de forma indiferente, sin interés alguno en la tarea.

Como se ve, la sutil definición puede implicar una aguda transformación en la interpretación del estado del individuo, confundiendo una situación apática en una situación de pereza; cuando, precisamente, el estado de agotamiento y de extenuación lleva a la apatía total por falta de energías, tanto físicas como, en especial, psíquicas, sin que sea posible activar la imaginación, esencial para afrontar situaciones.

Estos autores han denominado a cada uno de estos extremos del estrés de la siguiente manera: por una parte el eustrés, al que se identifica como la energía propia y necesaria del organismo para atender una acción del exterior, es decir, capacidad lógica de reacción que, entienden estos autores, todos los individuos poseen; y de otra parte el distrés, al que consideran como el estrés negativo, es decir, es el extremo excesivo de energía utilizada, procediéndose el desgaste, aunque no matizan hasta qué cierto punto puede por ello producirse la enfermedad y los grados de la misma.

La intención epistemológica de esta teoría es, realmente, lustrar el concepto de estrés, pues la afección se da en tal proporción en nuestra sociedad industrial que produciría una crítica profunda de los sistemas de organización laboral; de hecho, ya se produjo cuando empezó a utilizarse la teoría de Selye en las disciplinas sociales. Estos sistemas convencionales, con fundamentos estructurales que vienen del principio del siglo XX, se encuentran cómodos ante unos procedimientos que, a mi entender, arrojan un cúmulo de defectos en sus ordinogramas de tareas, pues un ordenamiento mejor, más adecuado, más científico del trabajo implicaría una inversión en determinados elementos, materiales, inmateriales y humanos, al menos al principio del afrontamiento de los síntomas des-organizativos, en especial dentro del sector económico de los servicios. Y, naturalmente, se intenta evitar tal inversión: en las empresas pequeñas porque no tienen capacidad capitalista para ello, y se encuentran desarmadas al tener que competir con las grandes compañías, y éstas tampoco están por la labor, pues su política empresarial se sostiene bajo los prismas de la rentabilidad financiera, siendo que éstos determinan una acción economicista, es decir, evitando cualquier tipo de gasto estructural. En consecuencia, es necesario justificar un grado de estrés (el eustrés), de argumentarlo, de tecnificarlo en pro del mantenimiento de estructuras dañinas, cuya modificación implicaría una reducción de beneficios financieros; aunque, evidentemente, piensa la teoría clásica, dicha inversión sería favorable a la empresa, ya que se producirían menos bajas por enfermedad de las que actualmente se dan.

Una vez expuestas las dos teorías básicas, una científica y la otra integrada en el sistema de la organización industrial y por tanto adecuada a dicho sistema, desde este modesto ensayo su autor quiere elaborar una nueva teoría al respecto, naturalmente tomando como base el estudio de Selye. En este sentido, consideramos como primer concepto el de la CARGA, y definimos tres posibles fases que las Cargas pueden provocar. A la primera la denominaremos fase de “choque único y súbito”, a la segunda de “choque variable” y, a la última, de “choque frecuencial”. Asimismo, definiremos tres posibles estados: al primero, de Tensión; al segundo, de Cansancio; al tercero, de Agotamiento.

La Carga sería toda aquella presión que reciben los individuos, sea material o inmaterial, o las dos a la vez; es decir, sea de carácter físico o de carácter mental. Generalmente, si se excede en una carga física, podrá también sufrir la mente, en el afrontamiento del dolor físico ocasionado. Otras veces, si la Carga es asumible, es decir, existen suficientes energías para admitirla, si el grado de estrés sufrido no ha dañado las constantes y los órganos o la bioquímica que las mantiene, entonces el sujeto podrá recuperarse en horas o días contados. Ahora bien, si esta Carga ha llegado a producir daños al organismo, en este caso la recuperación podrá ser más larga o, a veces, creará un trauma que difícilmente podrá tener cura. Por ejemplo: imaginemos un accidente físico en el que se ha dañado un miembro u órgano irreparable, causando mutilación; o un incidente por una presión intelectual, cuyos daños lleven a un estado de ansiedad con derivación a diferentes tipos de depresiones. Por tanto, hay que entender, la Carga es el peso físico o mental que el trabajador debe asumir (o cualquier persona en el ámbito social en sus diferentes experiencias).

Esta Carga se promueve como primera fase del estado de estrés. Ahora bien, debemos matizar tres posibles tipos de fases. Estas fases, a las que denomino de Choque, se producirán y distinguirán según su calidad y cantidad, así como su frecuencia en el tiempo o intensidad en éste:

-Tipo de Fase X: un solo y súbito estresor provoca el estado de estrés, dando lugar, inmediatamente, al estado de Tensión.

-Tipo de Fase Y: el estrés se produce debido a varios estresores, también de forma súbita.

-Tipo de Fase Z: el estrés se genera debido a estresores de forma frecuencial, es decir, no de forma súbita, sino repitiéndose en el tiempo, bien con intensidades mínimas y frecuencias cortas o intensidades máximas y frecuencias largas.

A ello hay que observar que, naturalmente, estos tipos de fases de choque son orientativas, pues pueden solaparse entre ellas y crear un mayor o menor grado de Tensión. Por otra parte, si a la Fase de Choque la consideramos como el detonante del estrés, la Tensión será la respuesta o reacción ante esta inclemencia, esta emoción inesperada, esta impresión no prevista. La Tensión aguantará de acuerdo con las energías disponibles, las capacidades del individuo, innatas y adquiridas. Un individuo podrá asumir más o menos que otro, pues no todas las constituciones de las personas resultan idénticas.

La tensión provocará, en general, un determinado grado de cansancio en el cual, una vez identificado y comparado con las capacidades del afectado, se verá si ha sido asumible o no, si existen garantías de recuperación (energías en reserva) más o menos inmediata. Hay que considerar, además, en el análisis de la Tensión, tres momentos: el de afrontamiento, el de cansancio y el de agotamiento.  El afrontamiento necesitará un determinado consumo de energía. Este primer desgaste alargará el tiempo del cansancio o lo acortará; estamos, pues, ante una variable temporal, relacionada con las capacidades particulares del individuo y con la gravedad de la Carga. Una vez llegado al cansancio, puede resultar que el evento, accidente o incidente, haya quedado resuelto, asumido y entonces el individuo procurará recuperar sus fuerzas, restaurar su organismo, su estado anímico. Pero si no ha bastado el estado de cansancio, si ha sido necesario más desgaste, nos encontraremos en un nuevo cuadro, el del agotamiento. Aquí, la recuperación de energías resulta más complicada. Aquí es cuando hablamos ya de afecciones orgánicas, bioquímicas o psíquicas, cuya evolución tendrá una variedad de resultados y de consecuencias.

Por ello, los organizadores del trabajo deben atender una situación muy compleja: establecer la calidad media de las capacidades de los sujetos; diseñar una capacidad de tensión razonable; exigir una cantidad de energías estadísticamente asumibles. Para ello, resulta de importancia cabal la adecuada selección del personal; pues, en el caso de una persona que no tiene capacidades para asumir ciertas presiones y resulta dañada, orgánica, mental o socialmente (en este último caso por despido, por ejemplo), o afecta a la organización o a sus estructuras, entiendo que la responsabilidad debería recaer sobre su departamento de selección y no sobre los seleccionados.

Por tanto, desde aquí, se propone no manipular el concepto de estrés ni menospreciar los riesgos de los estresores. No existe un estrés bueno (eustrés). Sólo existe un estrés dañino (sólo existe, si se quiere, el distrés). Puede producirse una situación puntual, un trauma imprevisible, incalculable, puede admitirse el accidente, pues está claro existen los riesgos; pero dentro de la organización de las actividades humanas, la concentración, el sosiego, la serenidad, el análisis deberían ser elementos muy valorados en pro de la obra bien realizada, que sirva tanto a su destinatario como al propio realizador, todo ello para obtener de una mayor calidad de vida, de una existencia más digna.

Muchas gracias.

Miquel Palou-Bosch.

Técnico Superior RR.LL.