Para que se produzca el mobbing, es necesario algo más que un hostigador sistemático; los acosadores son solo el principio, proporcionan al cóctel el móvil del mobbing: la envidia. Pero otros elementos son necesarios como los testigos mudos, la desorganización funcional, las prebendas, los favores debidos, los amiguismos y ese corporativismo al que solo quienes comparten casta llaman «compañerismo». Todo contribuye pero de todos uno es el elemento central: el padre de todo acoso múltiple.

Cuando las primeras faltas de respeto nacen, preludio de la estigmatización de la víctima, el hostigador, perverso narcisista en términos científicos y h.p., en un lenguaje laboral más al uso y que lo describe si no mejor sí más universalmente al menos; domina a su elegido con violencia psicológica y siembra el miedo en su entorno que toma la cara del estrés. Más tarde, antes o después, la víctima desestabilizada pide ayuda a alguien de por encima que le cubra en la tormenta, que le haga de paraguas y pararayos; como intento de parar la lluvia de agresiones y vejaciones que le caen por doquier. Le pide ayuda a esa persona que tiene la autoridad y responsabilidad (que siempre van juntas, no se nos olvide) de resolver los conflictos laborales.

Las menos de las veces esa persona rompe la dinámica de agresión e impone por autoridad el fin de la violencia, pero para ello se hace imprescindible que este directivo/a sepa ver el asedio no siempre visible para ojos no entrenados y además que tenga cuajo, integridad y gallardía como para parar los pies al grupo de jinetes del apocalipsis en su brutal carga. No suele ser así.

Ocurre muy a menudo que el conocimiento de la verdadera situación se deja de lado para resolver el conflicto por el procedimiento simple y viejo de matar al mensajero. Cuando un hostigado y acosado consigue levantar su voz para reclamar su legítimo derecho a una vida digna y en paz, el/la directivo/a con autoridad (léase más bien potestad, de potestas), decide que el agresor no es sancionable ni único, y que la violencia es algo natural en la vida laboral y en los ambientes competitivos y agresivos. Que la buena marcha del sistema exige una solución rápida al que ya ahora se califica de «conflicto» y no de acoso, y que cuesta menos sacrificar al uno, víctima, sola y enferma (… desagradable) que enfrentarse con el séptimo de caballería a la carga.

Y así lo despiden, expedientan o trasladan: O todo junto que también pasa. La autoridad, que no es un instrumento gratuito, se convierte en sus manos en instrumento del mal que arrastra a la víctima al paro, a la enfermedad o al suicidio; que también pasa, y cuando pasa, por este orden normalmente.

Pero no conviene engañarse, estos directivos no son malos de película, feos torpes y patosos, no. Son gente guapa, zapato de charol o camisa de rayas a la última. Pero además, así como al acosador su patología narcisista y perversa le «obliga» a la agresión, ellos carecen de atenuante. Nada les induce a dañar; nada distinto de su interés coyuntural. Entre defender la razón el orden y la verdad, o ceder a las presiones y cohesiones internas, optan por apuntillar al reo. Las caras estilográficas con que firman las sentencias, en los brillos de sus finas lacas, muestran las muescas; las de los enfermos, las de la impotencia, de los suicidios: como el revólver del profesional. En el mobbing, acreditan la impunidad, certifican la prepotencia y confirman los amiguismos. Crean los agujeros de avestruz donde los demás pueden guarecer su vergüenza y no ver el asedio y sacrificio final de un buen trabajador. Fortalecen la existencia y prosperidad de un viejo gremio: el de los sicarios.

Pero, curiosamente, no se encuentra resto alguno de sangre en las manos de quien manda matar al mensajero. Si algo le caracteriza es precisamente lo limpio de sus maneras. Si hay una técnica que dominar para crucificar limpiamente a alguien es precisamente la técnica de lavarse las manos y de asegurarse que la sentencia, sanción, despido o destierro, parezca dictada por el populacho. ¿Es que se podría crucificar a alguien sin un pilatos?

Ricardo Pérez-Accino.